El seísmo que sacudió Puerto Príncipe el pasado 12 de enero ha dejado decenas de miles de muertos, destrucción y desesperación en uno de los países más pobres del planeta.
Tras décadas de gobiernos corruptos, violencia, golpes de estado, anarquía e intervenciones militares, Haití ha tenido que sufrir también los caprichos de la madre naturaleza. Ya sabemos que la mala suerte suele cebarse con los más débiles, aunque más que una ley natural es una ley socio-cultural-histórica-racial-económica. Pero eso es otra historia.
Porque cuando el desastre es de la magnitud de lo ocurrido en Haití (y coincide que las televisiones están allí para poner las imágenes), la mala conciencia y el remordimiento globalizado sacude también el alma occidental.
Y la rueda, de nuevo, y como siempre ocurre en estos casos, vuelve a girar.
Toneladas y toneladas de ayuda humanitaria, cuentas bancarias a disposición de los damnificados, y gobiernos, ong’s o multinacionales, junto a millones de personas, dispuestos a colaborar ante la terrible visión que día a día ofrecen las pantallas de nuestros televisores de alta definición.
Sin duda que todos actuamos éticamente como corresponde, y aunque solo sea por unos instantes, nuestra condición humana adquiere su mejor cara, más racional que nunca.
Pero claro, aparecen las consabidas contradicciones morales, que siempre las hay. Y también las clásicas voces de desaprobación del espectáculo global. Y las reflexiones sobre las causas, las consecuencias, la hipocresía, el olvido, la complicidad o la responsabilidad de lo sucedido.
Y seguimos actuando racionalmente.
Los antaño invasores marines norteamericanos ahora convertidos en garantes de la llegada y distribución de la ayuda humanitaria proveniente de todos los rincones del planeta. Y los niños haitianos, tan niños y casi tan desvalidos como hace apenas unas semanas, devueltos a su condición de víctimas inocentes, son ahora objeto de especial preocupación y atención.
Y podríamos seguir y seguir. Pero todo está ya en el guión. Como escrito está que los focos se apagarán poco a poco sobre las ruinas de Haití hasta que, una vez más, el hastío y el cansancio devuelvan al olvido a unos protagonistas que nunca quisieron serlo.
Con el paso del tiempo, esta cruel realidad se transformará en doloroso pasado y poco después, en historia.
Nunca olvidaremos del todo y puede que incluso nos sirva para haber aprendido algo más sobre nosotros, sobre lo que somos y sobre lo que somos capaces o incapaces de hacer. Y hasta el obispo Munilla y el alcalde de Vic nos habrán ayudado, aunque involuntariamente, a entender mejor lo que pasa y lo que verdaderamente somos.
Como en todo guión que se precie, alguien tenía que hacer el papel de “malo”.